¡¡¡Vigilad los cielos!!!


¡No teman! Es la gloriosa serie B

Un modesto homenaje al cine serie B fantacientífico

¿Quién no ha temblado de pequeño ante una invasión de una flotilla de platillos volantes, una criatura antediluviana surgida de las profundidades, o el ataque de arañas grandes como convoyes? En el ámbito fantacientífico de la serie B, cualquier temor, cualquier calamidad, cualquier mutación eran posibles. Un bajísimo presupuesto no limitaba la creatividad de aquellos voluntariosos cineastas de categoría Z.

El concepto serie B surge en los tiempos de los Grandes Estudios americanos. Éstos producían cincuenta y tantas películas al año. Unas pocas eran espectaculares superproducciones, había un buen colchón de cintas de presupuesto medio y, finalmente, un puñado de films de bajo costo, destinados al consumo inmediato, que eran habitualmente el relleno de un programa doble.

Estos títulos menores tocaban todos los géneros: el western, la comedia, la aventura exótica, el policiaco, la Feliz Familia Media Americana… Un denominador común: cada una era idéntica a la anterior. Se realizaban incluso series de películas con el mismo personaje. Charlie Chan, el sagaz detective de origen chino, en la Fox; héroes de cómic (La Sombra en la Columbia, Dick Tracy en la Republic); elegantes ladrones (El Lobo Solitario, Columbia); el héroe folk por antonomasia, surgido en un serial de radio (El Llanero Solitario, Republic), las desventuras de una corista (Maisie, MGM), o una familia modélica (La familia Hardy, MGM). Tan sólo unos pocos ejemplos.

El final de la Segunda Guerra Mundial o, mejor dicho, las bombas atómicas sobre Japón, marcan un antes y un después en las películas serie B fantásticas. Antes de la Bomba, el miedo es gótico, casi naif. Terror indirecto de monstruos de pacotilla. Terror literario y decimonónico. De este período siempre recuerdo una rareza de la Paramount, La isla de las almas perdidas (1932), según el relato clásico de Wells, sobre el Científico Loco que experimenta en una isla sacrílegos cruces seres humanos-animales. Un joven y espasmódico Charles Laughton encarna convincentemente al doctor Moreau, con Bela Lugosi como viscoso lugarteniente.

En esta misma época no hay que olvidar, por supuesto, las cintas de terror clásico de la Universal que, aunque no eran estrictamente B, lo parecían, dado su acabado un tanto deplorable. Títulos inolvidables como Drácula (1931), Los crímenes de la Calle Morgue (1932), La Momia (1932), La hija de Drácula (1936). El Reino de Boris Karloff, Bela Lugosi, y James Whale. Y, por supuesto, una dos obras maestras indiscutibles: El hombre invisible (1933) – el papel más cómodo jamás interpretado por Claude Rains – y sus secuelas (cuatro títulos muy flojos), y Frankenstein (1931), con su más que excelente continuación, La novia de Frankenstein (1935).

Hay un cierto consenso al afirmar que el estudio-rey inigualable de la serie B antes-de-la-Bomba fue la RKO. La RKO fue una productora anómala. De entrada, nació en Nueva York. Careció siempre de una dirección firme y definida. Flotaba en un caos permanente, sin la guía férrea de un magnate déspota tipo Mayer. Sobrevivía muy justa de presupuesto, a pesar de que siempre será recordada como la creadora del film de monstruos por antonomasia, King-Kong (1933), una carísima serie A. En este estudio singular y anárquico surgió un talento sin par, el productor Val Lewton, que con diez dólares y toneladas de saber hacer se las ingenió para evitar la exhibición de criaturas, gracias a un suspense sutil, apoyado, no en lo evidente, no en lo que se ve, sino en lo que se imagina, la oscuridad poblada de potenciales terrores. Películas como La mujer pantera (1945), Yo anduve con un zombie (1943), ambas dirigidas por el maestro Jacques Tourneur, El ladrón de cadáveres (1945), una versión del relato de Stevenson, sobre un médico de Edimburgo que roba cadáveres del cementerio para sus brillantes experimentos, que recurre al asesinato cuando las fuentes de abastecimiento se secan. En este título, Bela Lugosi y Boris Karloff – que habían cambiado de equipo – ayudaban al buen doctor Burke. Para terminar con la RKO, un título casi prehistórico, una maravilla, El malvado Zaroff (1932), rodada en los mismos decorados que se utilizarán un año después en King-Kong. Cazar es divertido cuando la presa es un ser humano, en este caso el sufrido Joel McCrea.

El fin de la Segunda Guerra Mundial trajo consigo la inauguración de la Era Atómica y el comienzo de la Guerra Fría. La cultura de masas debía adaptarse a este nuevo escenario. El público ya no se aterrorizaba con aquellos entrañables monstruos pre-tecnológicos, ni con tramas novelescas con tufo a imprenta. Había llegado el Futuro Supersónico, pleno de estancias relucientes, donde legiones de científicos de bata blanca trajinaban ante decenas de paneles repletos de lucecitas parpadeantes.

La bomba atómica era una gran novedad psicológica. La Primera Arma Definitiva. El Apocalipsis pendiendo constantemente sobre las cabezas de los terrestres. No es extraño que el Hombre-Lobo se viese como un pariente trasnochador y un poco crápula, y la Criatura de Frankenstein como el trabajo de fin de curso de un chaval muy hábil con el mecano. Además, estaban las radiaciones atómicas, el peligro radiactivo. Cualquier ser vivo podía mutar monstruosamente por obra de las invisibles fuerzas del uranio o del plutonio. Ahora ya se podía añadir un prólogo al escarabajo kafkiano.

Junto a la Amenaza Atómica, la sociedad americana de posguerra comienza a oír que pilotos de las Fuerzas Aéreas han avistado extraños objetos en el cielo. Los foo-fighters, tripulados sin duda por demoníacos seres extraterrestres. Si fuera un asunto sin importancia, sin peligro, nos dirían la verdad, Joe. Flotillas de naves intergalácticas prestas a invadir el planeta, exterminar la raza humana y zamparse la tarta de manzana de la tía Annie. Al otro lado del océano estaban los rusos y sus missiles intercontinentales, otra amenaza latente. No hace falta sacar del trastero al senador McCarthy para convencerse de que el pueblo americano temía una invasión, una infiltración comunista en su patio. Así pues, los alienígenas podrían ser verdes, con antenas y marxistas-leninistas.

Con este caldo de cultivo, no es extraño que la década de los 50’s y los primeros 60’s fuesen la Edad de Oro de la serie B fantástica. Vamos a dar un breve repaso a la ingente filmografía, intentando agrupar los títulos en algunos tópicos clásicos.

Tranquilo, Fido

Bestias de edades remotas, que vivían su vida tranquilamente, hasta que son despertadas o activadas por los humanos tocapelotas. Ríanse de los dinosaurios de Spielberg. El monstruo de tiempos remotos (1953), o It Came from Beneath the Sea (1955, un pulpo gigantesco destruye medio San Francisco) son ejemplares de buen tonelaje. En ambos casos, con los espléndidos efectos stop-motion de Ray Harryhausen.

Tom, desde ayer no pareces el mismo

Las malignas olas radiactivas hacen mutar espectacularmente a los indefensos y pacíficos ciudadanos. Pueden empequeñecer (El increíble hombre menguante, 1957, con guión de Richard Matheson), o crecer (El ataque de la mujer de 50 pies, 1958). Aunque, hay científicos locos que juegan con fuego y, claro, pasa lo que pasa (El hombre con Rayos X en los ojos, 1963, dirigida por Roger Corman, o La Mosca, 1958).

Papá, el gato acaba de comerse a la abuelita

La radiactividad también provoca la mutación de las pobres bestias, que, invariablemente, crecen. Pueden ser hormigas (La Humanidad en peligro, 1954), cangrejos (Attack of the Crab Monsters, 1956, de Roger Corman), o ¡sanguijuelas! (Attack of the Giant Leeches, 1959, también de la factoría Corman). El bicho es lo de menos, eso sí, ha de ser grande como un transatlántico.

El peligro viene de arriba

Miles de platillos volantes surcaron los cielos de celuloide, en los tiempos en que los científicos fumaban en mangas de camisa. Los alienígenas (aunque antes se decía marcianos. Todos venían de Marte: Invaders from Mars, 1953; Flying Disc Men from Mars, 1951, It! The Terror from Beyond Space, 1958) eran mayoritariamente malignos y peligrosos, aunque algunos querían advertir a los terráqueos de su desaparición, si la Civilización continuaba así (la magistral Ultimátum a la Tierra, 1951, Robert Wise). Es casi imposible listar las decenas de películas con vajilla volante, aunque retengo unos cuantos títulos paradigmáticos: La Tierra contra los platillos volantes (1956), de nuevo con los magníficos efectos ópticos de Harryhausen, que logró que las naves se estrellasen convincentemente contra los edificios emblemáticos de Washisngton. E Invasión of the Saucermen (1957), de la Factoría Corman, en la que los marcianos verdes son derrotados por una horda de adolescentes gamberros. Tambien, en The Beast with a Million Eyes (1955), la maligna criatura extraterrestre aterriza en el desierto con aviesas intenciones, pero es vencida por el Amor Humano.

Bienvenido a casa, amigo venusino

Un subgénero de la categoría anterior. Cuando los extraterrestres, demostrando un pésimo gusto, se mezclan con los terrícolas. Algunos, incluso, llegan a casarse con nativas (I Married a Monster from Outer Space , 1958). Es fácil identificarlos, sobre todo cuando miden 2,50 y tienen un aspecto de abeto antropomorfo (la imprescindible El enigma de otro mundo, 1951, otra delicia de la RKO, firmada por Christian Nyby, aunque muchos se la atribuyen a Howard Hawks). Algunos pueblos alienígenas son muy ladinos. Imitan nuestro aspecto exterior, se mimetizan, y , poco a poco, van controlando le vecindario. En It Came from Outer Space (1953), adaptación de un relato de Ray Bradbury, es la primera vez que los extraterrestres adoptan forma terrícola. Naturalmente, están las dichosas vainas. Para mí, la obra maestra del género, La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), del irritable Don Siegel, objeto de tesis doctorales y sesudos ensayos, que la interpretan como: una fábula anti-maccarthista, un panfleto anti-comunista, un canto a la desviación sexual de raíz freudiana (las vaina, un nuevo útero), etc, etc, etc. En esta subcategoría. también puede incluirse una delicada pieza de orfebrería inglesa, El pueblo de los malditos (1960), en la que unos retoños de la raza invasora nacen de pobre aldeanas y crecen velozmente en sabiduría y carencia de sentimientos. George Sanders -totalmente desorientado en su papel de filántropo bienintencionado, tan alejado de su sensibilidad personal- intenta encauzarlos.

No estamos en esto sólo por la pasta

En este epígrafe hay que citar a dos creadores tan carentes de talento, como dotados de un entusiasmo indesmayable. Edward D. Wood Jr. , un tipo que titula su autobiografía con un Me rompí las medias en el Desembarco de Normandía es, cuanto menos, curioso. Y un tipo que mezcla luchadores de catch, Bela Lugosi, profanadores de tumbas, travestismo, platillos volantes, muertos vivientes y una antigua actriz porno es digno de consideración. Títulos como Glen or Glenda (1953), Bride of The Monster (1953), y Plan 9 from Outer Space (1956, su obra maestra, que combina ciencia-ficción, cine bélico y 3 minutos de Bela Lugosi. Fue financiada por mormones) han sido reivindicados como clásicos insoslayables. Tim Burton, tiene razón.

El otro individuo es William Castle -curiosamente, también homenajeado por un cineasta de hoy, Joe Dante, en su Matinee (1993)-. Creador de unas pésimas y risibles cintas de terror y monstruos, que como estrategia promocional, incluían elementos extra en las proyecciones. En The Tingler (1959) colocó un aparato bajo las butacas , que proporcionaba descargas eléctricas a sus ocupantes en los momentos cumbre. En Homicidal (1961), creó el Rincón del Cobarde, una jaula a la que iban a parar los que abandonaban la proyección antes del final. En House on Haunted Hill (1958), incluía el Emergo, un gigantesco fantasma accionado por poleas. En Macabre (1958), los espectadores recibían una póliza que les aseguraba de una muerte por terror ente la contemplación del film. Y en Thirteen Ghosts (1960), la audiencia recibía un visor de fantasmas, para rastrear los indicios ectoplasmáticos. En estos tiempos incrédulos, ¿qué ha sido de semejantes visionarios, adelantados a su tiempo?

Para terminar este homenaje a la serie B fantástica, cabe recordar dos títulos difícilmente catalogables. El primero, La noche del demonio (1957, un cuento satánico basado en el original de M.R. James. Terror gótico, anacrónico, pero sensacional película, dirigida por Jacques Tourneur, con Dana Andrews como el científico de anchos hombros, inasequible al desaliento. Y, el otro film es un clásico, El planeta prohibido (1956), una encantadora mezcla de La Tempestad shakesperiana, robots de primera generación (el inefable Robbie), civilizaciones extraterrestres arcanas y perdidas, minifaldas pre-Mary Quant, una adolescente apetitosa (Anne Francis) y Leslie Nielsen como el bravo chico-de-la-película, capitán triunfador de la misión de rescate. Un cóctel embriagador.

El Pop y la Liberación Sexual acabaron con la serie B. Además, el público se acostumbró a la amenaza nuclear, y a los rusos se los perseguía mejor en películas de espías. Los platillos volantes de papel de plata sujetos con sedal de pesca dejaron de interesar. La televisión proveía la ración de alienígenas, monstruos y superhéroes a las nuevas generaciones. Y, como es lógico, la audiencia se había sofisticado también. Los Años Dorados de la Serie B habían concluido.

En el Otoño del género, hay que mencionar una excepción tardía, la productora británica Hammer. Comenzó en los 50’s con dos sobresalientes cintas sobre el fenómeno fantacientífico que, signo de los tiempos, eran adaptaciones de un exitoso serial de la BBC televisiva: The Quatermass Experiment (1955) y Quatermass II (1957), ambas dirigidas por Val Guest. En los 60’s hubo una más que notable tercera parte, Quatermass and The Pit (1967). Y durante 20 años (desde mediados de los 50’s hasta mediados de los 70’s) sacó del trastero a los viejos monstruos de guardarropía: Drácula, la Momia, Frankenstein y el Hombre-Lobo. El inolvidable tándem Christopher Lee-Peter Cushing, y la recia dirección de Terence Fisher revitalizaron los viejos miedos. Ahora bien, la Hammer trajo una lectura distinta de los tópicos clásicos. Había una mirada irónica, descreída, un tanto laica, sofisticada, cargada de sensualidad a veces (Las novias de Drácula, 1960), e incluso abierta a los aires psicodélicos setenteros (Drácula A.D. 1972, 1972).

La Hammer introdujo el brillante technicolor en el otrora reino de los grises y los negros. La sangre restallaba en un rojo profundo carmesí. Y esos generosos escotes, excelentemente cumplimentados, de las protagonistas femeninas, bien fueran las inocentes y virginales víctimas o las crueles y satánicas ejecutoras. La Hammer produjo también una trilogía indispensable, que sirvió de iniciación sexual a toda una generación. La combinación de animales prehistóricos, primeras tribus de homo sapiens y las mujeres más neumáticas disponibles. Estoy hablando, naturalmente, de Hace un millón de años (1969), con ¡Raquel Welch!, Cuando los dinosaurios dominaban la Tierra (1969), ¡poderosísima Victoria Vetri!, y Creatures The World Forgot (1971), con Julie Ege. Las tres dirigidas por Michael Carreras. Aún babeo recordando esos diminutos bikinis de diseño neanderthal…

En los últimos tiempos de tedioso gore, serial killers y ese infame Freddy Krueger, quedan para el buen aficionado al Viejo Género francotiradores aislados. El más prolífico, John Carpenter, que ha dirigido algunos títulos estimables como Halloween (1984), La Cosa (1982, revisión del clásico Enigma de otro mundo), Starman (1984), Golpe en la Pequeña China (1986), y el remake de El pueblo de los malditos (1995). También cabe recordar al irregular Tobe Hooper, que firma una decente revisión de Invaders from Mars (1986). El canadiense David Cronenberg se da a conocer con dos interesantes films, Scanners (1980), y Videodrome (1982). También es un chico respetuoso y homenajea a los clásicos en su visión en los tiempos del SIDA de La Mosca (1986). Pero huye a terrenos más respetables y abandona el género.

En este apartado de Clásicos Modernos, no podemos dejar de mencionar La noche de los muertos vivientes, (1968), de George A. Romero, piedra angular, la primera -y mejor- cinta de zombies, trufada de un humor perverso que, desgraciadamente, han olvidado los posteriores imitadores, sólo pendientes de la escatología visceral.

En otro registro, también son memorables las, llamémoslas así siendo muy generosos, creaciones de la productora norteamericana Troma, una especie de versión contemporánea y destroyer de la Factoría Corman, con el entrañable Vengador Tóxico (¡el primer superhéroe de Nueva Jersey!), y algunos títulos notables como Sgt. Kabukiman N.Y.P.D., Nuke ‘em High, o Nazi Surfers Must Die.

Quizás el último artesano de la ficción con toques científicos o sobrenaturales, con voz propia y talento es Tim Burton. Ahí quedan cintas magistrales como Ed Wood (1994) y Mars Attacks! (1996), o la irregular, pero no desdeñable, Sleepy Hollow (1999).

Ha habido más intentos de homenajear al género por parte de Spielberg, Dante, Hooper, Miller y adláteres, pero utilizaron la fórmula a la inversa: poquísimo talento y chorros de dólares. La Vieja Receta de la Serie B, acuñada en acero y blanco y negro, era toneladas de talento más cuarenta centavos, dan como resultado películas que todavía nos hacen estremecer.

Este ha sido un humilde homenaje a un género llamado menor, detestado por la crítica y adorado por miles de mentes inocentes, limpias, adolescentes, puras. No hay tiempo para más. Mi piel se reseca y mis viejas branquias se atrofian. He de volver a mi querida, recoleta, y oscura laguna. Estos no son buenos tiempos para los anfibios.

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